coche, borracho como
un poema trasnochado,
la baba tragada de solitario
más fuerte que el tequila malo,
sin afeitar la pena, barba de mentira
en el espejo roto,
parecía que no había salida,
hasta la escapada de su tacto.
Le acarició el hombro,
como a un lobo herido,
él retozó y miró de reojo,
Viejo lobo, ni muerde ni aúlla,
tan solo se deja, hasta por el daño
en medio de la espesura, para llorar
en su amargura.
Lamió tras mucho tiempo sus heridas,
ella, la Caperucita negra, le puso
la correa de estaño y con un plato
de comida, y un vino, quitó sus malos tragos,
con un morral de besos, todo su espanto.
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