Porque los besos son genista del atardecer verde.

Mueres lentamente entre el ocaso
de lo que mi imaginario, ha descifrado
como palabra amor.

Nadie sabrá, jamás, que es lo que se escurre
entre mis dedos, cuando la tarde desvanece
sus luces, dibujando entre nardos esas penas
que nadie observa.

Por las noches es más presente
mi absoluta entrega a la destrucción,
que yo mismo he labrado en el universo
solitario que me aterra.

El palatino cósmico pronuncia
con marcada erre, el erre que erre
de tus brazos.

Y se repite entre juegos tu presencia
una y otra vez.

Sigues ahí, estás ahí.
Nada te mueve. Nada te lleva.
Ancla de mi esperanza, aullido de alta mar
Rememoro en todos estos graznidos,
El ala rota del mirlo que visita nuestra casa,
todas las primaveras.

Lluvia de abril en los bolsillos de mis abrigos.

Voy cambiando a diario
las puertas de sitio.

Las coloco en lugares donde
antes veía tan solo muros.

Vivo en silencio,
casi ni me relaciono.

No me gusta conocer
a nadie más,
he cubierto el cupo.

Voy cambiando las puertas de sitio.
Creo hogares en las arrugas
indescifrables de mi cerebro,
y en las casas que construyo
cuando nadie me mira,
dibujo ventanas al cielo
ardiente de la tarde.

Allí, lejos,
donde todo arde,
es el lugar exacto
donde me achico ante el mundo
para beberme con incertidumbre,
la espuma gloriosa de esta vida
que viaja sobre estambres.