Titilo al tiritar lo que me atosiga como pena.

Suspende la muerte
dejando que mueran en sus ramas
el joven verde
transformado ahora
en un marrón
sobrepasado de opiaceos.

Es lo salvajemente bello
el estertor del superviviente,
la cuchilla que me saja
con la compasión exacta
del amor que tienes
por cincuenta euros.

Suspende la muerte,
y la vida reprueba
a la vez que todos
lloramos en primavera:

(La única mujer que en medio de lo machista revive, crea, me besa los labios dejándome su polen amarillo, mientras la acaricio con la mano)

Viaje a un estado continuo de dulce engaño.

Con las alas cargadas
de sal inerte.

Abro al horizonte
mi mente sazonada.

Vinimos a ver como
las salamandras
sacuden sus colas
al huir del amargo elemento.

Me parece que fue ayer,
o el otro día
que cambié de parecer
y ahora tengo el alma perdida.

Voy necesitando aterrizar
para tragar tierra como primer
plato.

No hay mejor medicina
que la realidad,
para seguir alzando el vuelo.

Sopa sosa en plato amorfo.

Y las estaciones son tan cortas como los besos al borde de las vías; por eso siempre me pilla nevando en verano y llorando en primavera. Quizá a lo que más miedo le tenga sea a noviembre y sus inmortales soldados cargados de pólvora contra mi felicidad. Todo me ocurrió a los trece años, el año que no cumplí nada de lo que había aprendido. Miraba por los cristales de unas gafas de niño que se debatía en ser el más malo de la clase, pero era una máscara para que nadie se percatara de que era él la presa asustada de una vida que miraba como un precipicio que masacraba mi pecho con golpes de martillo matemático.

Podría haberme traído un soplo de aire donde duermen mis ojos abandonados de un cuerpo que le cuesta volar. Pero preferí quedarme quieto y llorar en primavera.

Después y como siempre me hacía el fuerte, pero era un cobarde que escribía pequeñas notas en trozos de papel que me encontraba tirados por cualquier parte. En mi habitación todo eran trozos de papel rotos escritos y pegados por todas partes, en mi mesilla de noche guardaba más papeles con cosas escritas, pero siempre en trozos de papel rotos amorfos, sin sentido, como lo que escribía en ellos. También tenía en los cajones de mi escritorio carpetas de cartón azul y dentro más papeles con escritos insulsos, insulsos como la sopa sosa. Debajo de la cama y dentro de los zapatos guardaba más y más papeles amorfos con escritos sosos y sin sabor a nada.

Recuerdo luego seguir escribiendo en servilletas en los bares, y en estaciones de trenes, y en los trenes que he viajado, en la cafetería, también escribía. Lo hacía porque me costaba hablar. No me gustaba hablar, de hecho no me gusta hablar. Hablo para no morir en el intento.

Sigo guardando trozos de papel escritos como platos sin forma y sopas sosas. Aún están guardados todos aquellos papeles escritos en un trastero, hasta que hoy los he sacado y construido esto que es como un hombre a trozos que se sigue mareando cuando escribe, que se cansa cuando habla y que se le llena el corazón de agujetas cuando escucha todo lo de afuera.

Podría haberme traído un soplo de aire donde duermen mis ojos abandonados de un cuerpo que le cuesta volar. Pero preferí quedarme quieto y llorar en primavera.