Rarezas de las hordas, política y sociedad

Jugaba en el recreo
en un hueco que fabricaba
un árbol y una pared.

Jugaba con las hormigas
y los chinarros.

No hacía mal a nadie,
era rellenito y raro,
a veces algo payaso
para huir de mi mismo.

A la salida me perseguían,
me tiraban piedras
y papel mojado.

Eran varios,
como una horda,
una pandilla de inclasificados.

Un día corrí, me siguieron,
tropecé frente a un colegio
de niñas,
me sentí como el ciervo cazado,
como el jabalí tiroteado.

Ellos reían, ellas miraban
como consortes de la sangre
y la muerte.

Una niña se interpuso,
me salvó.

Al día siguiente volví
a mi rincón,
mi guarida,
mi escondrijo.

Me decían marica,
porque me defendió
una chica.

Seguí con mi dedo,
una hormiga,
me gustaban las hormigas,
laboriosas, indefensas,
humildes, silenciosas.

Mi dedo tropezó
con una trampilla,
abrí una portezuela,
bajaba una escalera,
la seguí, la trampilla
cerró, llegué a un lugar
boscoso, tranquilo
y un árbol de tronco
azul y follaje naranja
me llamó...
me tumbé bajo su sombra
morada,
y allí descansé.

Sigo yendo a ese rincón,
cuando las pandillas,
y las hordas de malos
me siguen usando,
como reclamo de caza,
mientras sus mujeres,
preparan el festín,
esperando con sus copas
vacías,
la sangre de mi humillación.

Pero estoy a salvo, ella,
me acaricia la cabeza mientras
el tiempo pasa, y los poemas
vuelan entre las ramas.

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