Caen lentas las ramas
avejentadas del naranjo.
Contra el suelo,
se resquebraja el ocaso.
Mientras, el jaloque,
viste el huerto
con las flores
del almendro.
El cielo ha cogido
su vez,
para su lento padecimiento.
En favor de la locura y para no caer en rutinas de asedio apático.
Caen lentas las ramas
avejentadas del naranjo.
Contra el suelo,
se resquebraja el ocaso.
Mientras, el jaloque,
viste el huerto
con las flores
del almendro.
El cielo ha cogido
su vez,
para su lento padecimiento.
Erguida la flor del cerezo,
cumbre humilde de belleza,
entona mientras resplandece,
la melodía triste de un laúd
desquiciado.
Es tornado en cromático
y viento sin música,
el invierno acaecido
sin forma necesaria y exacta.
Mas todo es muerte y olvido
ante el orgasmo que la natura
exige, de manera insurrecta,
para continuidad de una vida
que mata, por vitalidad egoísta.
A merced
de lo establecido
lo que pienso
es lo que siento.
Defiendo con sueño
esta rabiosa soledad.
Lo miro todo
con sangre.
Son mis ojos
esos tomates,
que pinchas,
en la ensalada
que yo no como.
En silencio, más mudo
que callado,
voy cortando
la fruta que me encuentro.
Desde luego
que las cosas
varían en la noche
del sesgo.
Ahora
Y entre tanto,
voy sembrando
por cualquier sitio,
todo este llanto.
Vuelvo a sudar
a escondidas,
como aquel joven
de veinte años.
Me gusta
pedir peras
al olmo,
dormirme
en los laureles,
las prisas
de última hora,
y para saber
no compro viejos,
únicamente vivo.
Criminal
en estado gaseoso,
voy respirando
esas respuestas
lanzadas por los demás.
Siempre llegaré tarde,
a la cita del pensamiento,
porque la reflexión
va más lenta
que la bomba de mi pecho.