Recogía del suelo
todos los cartones.
Los ponía, cuidadosamente,
sobre su vieja bicicleta
cargada de rayones.
Usaba los cartones y vestía con abrigo
viejo, roído y gris.
Llegaba todas las tardes al Aranzábal
a pedir un café con leche y alguna pieza
del bollería que sobraba de la mañana.
No le importaban los desprecios del barrio de Salamanca.
En sus cartones no escribía para pedir limosna,
escribía pequeñas historias que luego
colgaba por los lugares que pasaba.
Eran un mendigo generoso.
Regalaba poemas y contaba
como el mundo le trataba.
Decía que los insultos
eran como si quisieran regalarte
mierda, solo tenías que rechazarlos.
En las horas muertas del restaurante,
tenía largas charlas con él.
Pedro, sonreía y siempre decía:
Ay, dios. Qué vida esta.
Una vez le dije que se parecía
a Chanquete...
Se echó a reír y a llorar al mismo tiempo.
Con el tiempo desapareció
y nunca más lo volví a ver...
Alguien me contó que perdió a cabeza
porque en un accidente de coche
murió su familia.
Él conducía.
Venían de Nerja, porque sus hijos querían
ver el barco de Verano Azul.
En una mudanza desde Santa Ana a Malasaña
encontré un trozo pequeño de cartón que decía:
La soledad me ha enseñado a recoger la belleza
en medio del infierno.
Firmado por Pedro.
Siempre lo recuerdo,
quizá porque haya algo de él
en mí que aún llamea...
Tal vez esa soledad que ahora compartimos,
y subimos a las redes sociales,
que como barcos a la deriva
buscan la recompensa ajena.