Me sentaba al borde de la cama
en las largas noches de verano
en las que el calor hacía que mi sueño
sudara hasta los huesos del tiempo.
Me preguntaba, ya entonces, qué sería
de lo que no iba a hacer en el futuro de una vida
que me superaba en todo momento.
Era extraño sentirme ilusionado por vivir
al tiempo que deseoso de olvidar por no experimentar.
Caminaba por las calles volviendo a casa
y escuchaba a los adoquines que me nombraban en medio
de la soledad que sentía, a cada paso.
Solo, estaba solo, era un solo.
Un solitario que no quería tener nada más que lo que no tenía.
Mi canción era la meada en las esquinas, mi canción era escuchar
lo que me invadía en medio de aquél todo, colmado de esquinas
que gritaban al verme pasar.
Creía por aquel entonces en los milagros sobre la vida.
Miraba por la ventaba de mi habitación mientras un barrio entero
roncaba tercas y sucias melodías.
No ha cambiado mucho la historia.
Solo que la cuento de otra manera,
y en horas distintas.
El final me gusta mucho.
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