Azúcar negra de mis sueños.

Me gusta hacerme el dolor
porque para amor, ya está ella.

Hablo con las paredes de mi casa,
y ellas también sienten el eco
de mi escena continua.

Yo haré el dolor,
porque el amor en alguna ocasión
también fue astilla clavada
entre mis dedos y mis uñas.

Sigo encerrándome en esas raras
melodías que viven en un pozo ronco.

Y aún rasco falsos premios,
para seguir perdiendo.

Me hago el dolor, a mí mismo,
para recordarme que estar vivo
no es ser un imbécil sonriente.

Ahora que sé que la magia son trucos
y que el polvo es la arena que masticamos
miro hacia atrás y me quedo parado
durante un buen rato.

Nos hacemos el dolor,
ahora que la vida, brevemente,
nos permite ser lo que hemos imaginado
conseguir.

Maldito espejismo,
ese reflejo de nuestra risa,
por las mañanas en el espejo.

Nos hacemos el dolor,
porque para el amor
ya están los demás,
y sobre todo para exigirnos
ser más fuertes,
mas no creernos ser los mejores.

Hagamos el dolor,
que es la mejor de las formas
de saber que existe el amor.
Aunque sea lejos:
donde las montañas sonríen
espantando mirlos.

Ahora que las sombras llaman al timbre, y yo duermo profundamente.

En crudo.
Continúo en esta esquina
del cuadrilátero cambiante.

Miro hacia atrás y discurro,
antes de crecer como un dislocado
que se amordaza,
para evitarse.

Observo, sentado, vacío...
la falda que lleva la muerte
en medio de la calle
por la que paseo.

Echo de menos
mis entusiasmos,
antes de ser un valiente
perdido.

Ya mi voz,
se desgaja.
Ya me suturo
las heridas
con el hilo
de mis soberbias
ante esto que hago,
y no sale por los canales
de lo escrito.

Recuerdo buscar bronca
y pegarle fuerte a mi mismo.

Resucitarme cada noche,
mientras me sacrificaba,
como un perro maltratado,
que recurre a morir,
para descifrar los verbos
que le salvan al ladrarle
a la nada,
mientras soñaba borracho
que la vida cambiaría
por arte de magia.